Me encanta pastorear a mi iglesia local. Pero, en especial, disfruto caminar junto a los hombres. Es un privilegio ser como ese entrenador que está en la esquina del ring, animándolos mientras enfrentan las mentiras que les han dicho a lo largo de sus vidas.
Una de las más grandes batallas que enfrentan es contra una visión distorsionada de lo que significa ser hombre, y lo que se espera de un hombre.
“Me dijeron que los hombres no lloran”, me dicen muchos.
Y yo siempre les pregunto:
—¿Quién te lo dijo?
La mayoría responde:
—Mi papá.
Y entonces les vuelvo a preguntar:
—¿Y a él, quién se lo dijo?
La serpiente sigue colándose en el jardín de nuestras vidas para sembrar mentiras. Ataca nuestra identidad con falsas ideas. Nos invita a cambiar la verdad de Dios por las mentiras del mundo. Y esas mentiras, repetidas generación tras generación, terminan siendo aceptadas como “normales” en nuestra familia y cultura.
Sin darnos cuenta, las repetimos a nuestros hijos. Pero Dios nos llama a detenernos y examinar nuestro corazón. A Adán le preguntó:
“¿Quién te ha dicho…?” (Génesis 3:11)
Esa, creo yo, es una excelente pregunta pastoral.
Las lágrimas son importantes. Hay momentos en los que llorar es necesario. Cada lágrima expresa lo que muchas veces no podemos decir con palabras. Aunque el mundo vea el llanto como debilidad en los hombres, en realidad es un regalo de Dios.
Llorar tiene beneficios espirituales, físicos y emocionales. Cada lágrima es una invitación a llevar nuestro dolor a Dios.
Los hombres valientes lloran.
Los hombres sabios lloran.
Los hombres de verdad lloran.
La Biblia nos muestra ejemplos claros y exploraremos dos de ellos:
José, el segundo al mando en Egipto, lloró.
David, un guerrero y rey, lloró.
Jesús, el Dios hecho hombre, también lloró.
“Como José les hablaba por medio de un intérprete, ellos no sabían que él entendía todo lo que estaban diciendo. José se apartó de ellos y se echó a llorar. Luego, cuando se controló y pudo hablarles, apartó a Simeón y ordenó que lo ataran en presencia de ellos.”
— Génesis 42:23–24
El pecado es algo terrible. No es solo un concepto teológico. El pecado corrompe lo bueno. Como un gusano que daña la fruta, el pecado ataca el shalom de Dios. Y duele, sobre todo cuando proviene de personas que amamos.
José fue traicionado por sus propios hermanos. Lo vendieron como esclavo, movidos por la envidia. Para ser justos, José tampoco ayudó mucho cuando presumió la túnica especial que Jacob, su padre, le regaló. Pero, aunque eso no justifica la traición, todos —de una forma u otra— contribuimos al dolor del mundo con nuestro pecado.
José sufrió mucho. Fue esclavo. Estuvo en prisión. Pero Dios nunca lo abandonó. Con el tiempo, llegó a ser el segundo hombre más poderoso en Egipto. Su historia es impresionante — deberías leerla completa (Génesis capítulos 37 al 50).
Años después, sus hermanos llegaron a Egipto buscando alimento por causa de una gran hambruna. Se presentaron ante él sin reconocerlo. José, en ese momento, pudo haber tomado venganza… pero no lo hizo. Eligió llorar. Se apartó para hacerlo.
No sabemos exactamente por qué lloró. Quizás por los años perdidos lejos de su padre. Tal vez por el dolor de la traición. O quizá por una profunda conciencia del daño que el pecado causa. Tal vez fue todo eso junto.
Después de llorar, José se controlo y puso a prueba a sus hermanos. Pero lo importante es esto: se dio el tiempo para llorar.
Incluso un hombre poderoso necesita llorar. Las lágrimas sanan y traen equilibrio emocional. El enojo y la venganza solo agrandan la herida. Dios usó incluso los errores de los hermanos, la falta de sabiduría de Jacob, y las circunstancias dolorosas de José para cumplir su plan. Ese plan incluyó también las lágrimas.
Un hombre de verdad no se esconde detrás del enojo. Llorar por lo que duele es señal de madurez. Saber cuándo llorar y cómo hacerlo es sabiduría.
¿No me crees? Mira lo que escribió el hombre más sabio del Antiguo Testamento:
“Todo tiene su tiempo…
tiempo para llorar y tiempo para reír…”
— Eclesiastés 3:4
La vida nos hiere. Y muchas veces, esas heridas vienen de quienes más amamos. En otras ocasiones, lloramos por nuestro propio pecado y por cómo hemos fallado a Dios y herido a los demás. Un hombre maduro lo reconoce… y llora.
Por eso, cuando hablo con hombres y percibo ese enojo que en realidad es dolor, les hago tres preguntas:
¿Quién te hirió?
¿Cómo te hirieron?
¿Cuánto tiempo llevas cargando eso?
Y entonces, las lágrimas comienzan a brotar.
Y en ese momento, veo a Cristo redimiendo una parte más de su humanidad.
Dios está en misión, incluso a través de lo que nos hace llorar. Cristo está en misión de hacernos más como Él. Y eso incluye la valentía de llorar.
Jesucristo fue completamente Dios… y completamente hombre.
Juan 1:14 nos dice:
“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
En su humanidad, Jesús nos mostró cómo es un hombre de verdad. Y eso incluye llorar.
El mismo autor escribió una de las frases más breves pero poderosas del evangelio:
“Jesús lloró.” — Juan 11:35
Jesús no minimizó la pérdida de su amigo Lázaro, aunque sabía que lo iba a resucitar. Lloró al ver llorar a los demás. Sabía que la muerte no era parte del plan original de Dios. Sabía que el Padre estaba en misión para restaurar este mundo roto, y que Él vencería la muerte.
Pero eso no le impidió llorar.
Los hombres de verdad lloran solos… y también lloran con otros.
Quizá tú llevas tiempo cargando un dolor disfrazado de enojo o resentimiento. Tal vez alguien te lastimó o tú lastimaste a alguien más. Eso amado lector, es una mochila con mucha carga para arrastrarla el resto de tu vida.
¿Qué te impide reconocerlo?
¿Quién te hirió?
¿Cómo te hirieron?
¿Cuánto tiempo llevas cargando esto?
Por otro lado,
¿A quién heriste?
¿Cómo los heriste?
¿Cuánto tiempo llevas cargando con esto?
Ve con Cristo con tu dolor.
Llora a sus pies.
Y encontrarás que tienes un Dios que entiende y perdona.
Y a través de ese proceso, aunque duela… encontrarás sanidad y reflejaras a Cristo un poco más. Las heridas sanaran y formarán cicatrices, recordándote el dolor del pecado y la sanidad del Evangelio. Lo harás porque tienes un Dios que te entiende.
Edward Shillito lo dice de esta manera en su poema,
Jesús de las Cicatrices
Si nunca te buscamos, hoy te buscamos;
Tus ojos arden en la noche, nuestras únicas estrellas;
Necesitamos ver las espinas en tu frente,
Te necesitamos, oh Jesús de las Cicatrices.
Los cielos nos asustan; son demasiado tranquilos;
En todo el universo no hallamos un lugar.
Nuestras heridas nos duelen; ¿dónde está el consuelo?
Señor Jesús, por tus Cicatrices, reclamamos tu gracia.
Si, cuando las puertas están cerradas, Tú te acercas,
Solo muéstranos esas manos, ese costado tuyo;
Hoy sabemos lo que son las heridas, no tenemos miedo,
Muéstranos tus Cicatrices, sabemos la contraseña.
Los otros dioses eran fuertes; pero Tú fuiste débil;
Ellos cabalgaban, pero Tú tropezaste hacia un trono;
Pero solo las heridas de Dios hablan a nuestras heridas,
Y ningún dios tiene heridas, solo Tú.